Cuando castigar no funciona
Muchos padres llegan a la consulta de profesionales preguntándose ¿de qué manera puedo lograr que mi hijo realice (o no) una determinada acción?
Estamos acostumbrados a pensar tradicionalmente en un sistema de recompensas y castigos, que nos permita modelar la acción del niño.Diversas investigaciones han demostrado que tanto los castigos como la aplicación de recompensas pueden ser muy perjudiciales para el niño, y son, en realidad, dos caras de la misma moneda. Veamos por qué.
El castigo provoca en el niño enojo, bronca, ira, sensación de ser tratado injustamente, miedo, y sin duda, perjudica la relación padre-hijo, puesto que el niño le teme y ese temor reemplaza la confianza necesaria para todo vínculo.
¿Y los premios? ¿No son buenos? Sí. Los premios son buenos si pretendemos que nuestros hijos hagan las cosas por un premio. ¿Pero qué pasaría si el niño no alcanza el premio? No recibe su recompensa, lo que es en realidad ¡un castigo! Y qué pasa si lo alcanza? Aprenderá que vale la pena esforzarse… sólo para obtener el premio (¿y si no lo hubiera en el futuro?)
En otras palabras, ambos sistemas, de premio y de castigo, parten de una premisa básica y errónea que es “cómo controlar” la conducta del niño. Buscan ofrecer una motivación extrínseca (ya que los motiva a actuar por miedo al castigo o con vista a la recompensa), pasando por alto una realidad fundamental: y es que el niño tiene una motivación intrínseca que es más fuerte que cualquier estímulo que pueda provenir desde el exterior.
Y entonces, si aplicar castigos y recompensas no da resultados sostenibles en el tiempo, ¿cuál es la alternativa? La alternativa es aplicar lo que algunos profesionales llaman motivación 3.0, que consiste en propulsar la verdadera motivación “intrínseca”.Para que esto suceda, será necesario:
Promover la autonomía del niño, respetando sus intereses y permitiéndole tomar decisiones por su cuenta (siempre que no comprometa su salud)
Estimular y alentar su creatividad
Alinear las tareas con los talentos del niño: de esta manera podrá fluir, perderá el sentido del tiempo, y realizará tareas por el propio placer de hacerla.
Propiciar la búsqueda de la propia misión o propósito en la vida. No hay motivador más grande que el conocer y llevar a cabo la misión personal para la cual vinimos al mundo.
Estar pendientes de qué clase de personas queremos ser, más que del resultado.
Así, fijándonos en el proceso más que en el resultado, estando presentes para el cómo, y trasmitiendo a nuestros hijos valores fundamentales, estaremos en condiciones de lograr adultos automotivados e independientes, que no necesiten estímulos externos, y conectados con su propio potencial, creatividad y sentido de propósito en el mundo. Hemos superado el modelo del garrote y la zanahoria.